La lectura como vocación personal: la infancia
The Reader, Marguerite Matisse (Henri Matisse, 1906)
No vengo de una familia de intelectuales ni crecí rodeado de libros. Fui criado por mi madre, quien nunca fue a la escuela. Mi padre tenía un nivel básico de lectura, pero no leía libros. Mis abuelos maternos eran analfabetos. No sé de mis bisabuelos, porque ni siquiera sé sus nombres. Cuando me gradué de la licenciatura en Literatura Inglesa, era el miembro más educado de mi familia en muchas generaciones, quizás de su historia.
Nací en la Ciudad de México. Mi madre, zapoteca, había emigrado allí desde el campo oaxaqueño. Tenía diecisiete años y encontró trabajo como empleada doméstica. Cuando yo nací, mi madre trabajaba y vivía en casa de una mujer divorciada con dos hijos llamada Giselle. La trayectoria de mi madre en hogares de clase media mexicana (con su afinidad por la educación), junto con su propia experiencia personal, le inculcaron el firme objetivo de que yo recibiera una educación. Comencé mis estudios en el Jardín de Niños Simón Bolívar, una escuela primaria privada en las afueras del Estado de México. Mi maestra de kínder era una señora mayor y estricta con décadas de experiencia docente. Aprendí las habilidades motoras finas que me ayudaron a manejar un lápiz pegando frijoles secos en cartulina para escribir palabras con letras mayúsculas.
Mi maestro de primer grado fue José Luis Bocanegra Jr., estudiante de odontología en la UNAM, que pagaba su renta dando clases. Una de las técnicas de Bocanegra era el "dictado". Cada mañana, a primera hora, con el pelo aún mojado, nos pedía copiar en nuestro papel un párrafo escrito en la pizarra. Algunos niños terminaban el dictado en cuestión de minutos. Para mí, escribir oraciones con lápiz era como conducir un camión antes de que se inventara la dirección asistida. Me daba vergüenza ver a los niños a mi alrededor terminar con facilidad mientras yo apenas terminaba la segunda oración. Sin embargo, el tiempo y la práctica dieron sus frutos, y en poco tiempo, podía terminar el párrafo y sabía lo que estaba escribiendo.
En casa, alguien, además de mi madre, se interesó por mí. Era maestra, vecina y hermana de Giselle, conocida como La Chiquis. Me visitaba dos veces por semana y me leía cuentos. La Chiquis me regaló mi primer libro, una colección de cuentos de hadas y cuentos populares titulada Había una vez…, o, Érase una vez… Ahora tengo el viejo libro (ya sin la portada) en mis manos. Subtitulado “Un segundo libro de lectura”, fue editado por Ruth Robles Masses y Herminio Almendros (un exiliado español), ilustrado por Celia Gabriel y publicado por Cultural Centroamericana S.A. En el prefacio se lee: “…nada mejor que los cuentos para que los niños abran, con la maravillosa llave de su curiosidad, las primeras puertas del conocimiento y la cultura del idioma”.
Mi madre y yo éramos grandes viajeros de la Ciudad de México, y sus alrededores, ya que teníamos familia en el extremo norte, en Ciudad Nezahualcóyotl, y en el sur, en San Ángel. Además, a mi madre le encantaba visitar La Basílica y Chapultepec. Había quioscos en muchas esquinas e, inevitablemente, empecé a leer cómics. No descubrí los grandes cómics estadounidenses como Batman, pero sí encontré y coleccioné cómics basados en Kiss (sí, la banda de rock), Timbiriche y Capulina. Dejé mi colección cuando mi madre decidió migrar de México a Estados Unidos.
Una vez en Estados Unidos, mi madre y yo nos establecimos en Encinitas, un suburbio costero al norte de San Diego. Fui a la Escuela Primaria Capri, donde comencé segundo grado. Estaba inscrito en el programa para estudiantes de inglés como segundo idioma junto con los mexicoamericanos de mi clase, o chicanos. Una auxiliar de maestra llamada Hilda, una señora mayor, delgada y severa, con cabello corto, rizado y teñido de negro, impartía el programa en un aula dentro del aula, con una ventana que daba a los estudiantes monolingües de inglés.
Yo era, por mucho, el mejor lector del grupo. Los estudiantes chicanos no habían tenido el lujo de aprender español en México, y mucho menos en una escuela privada. Mucho tiempo después aprendería, según pedagogos de educación bilingüe, que la clave para aprender bien una segunda lengua era primero aprender a leer bien la lengua materna. Yo tenía esto y se notaba al leer con fluidez, como un atleta olímpico saltando vallas, mientras mis compañeros chicanos se detenían y volvían a empezar, como si sus vallas fueran más altas e irregulares.
En pocas semanas, podía decodificar textos en inglés incluso antes de saber el significado de las palabras. Entre la escuela y caricaturas estadounidenses, a principios de la primavera ya podía leer y entender inglés. Empecé a terminar mis tareas escolares rápidamente y luego me dirigía a la biblioteca del aula, donde descubrí la serie de libros Serendipity de Stephen Cosgrove y The Velveteen Rabbit de Margery Williams. Pronto pasé del currículo de inglés como segundo idioma al general.
Años después, recuerdo visitar la biblioteca de la escuela con la clase dos veces al mes. Era algo que esperábamos con ilusión porque era el momento de explorar y sacar libros que les habían gustado a nuestros amigos. Además, dos veces al año, la escuela organizaba una feria del libro patrocinada por Scholastic. Las visitas a la biblioteca y las ferias del libro eran oportunidades para practicar la autonomía en la lectura. Recuerdo comprar libros de "Elige tu propia aventura".
Disfrutaba de la lectura, pero me intimidaban, primero los libros sin ilustraciones y, después, las novelas. Me faltaba la confianza para leer con más seriedad y, por mi parte, era lo suficientemente filisteo como para evitarlos. Por suerte, estaba Judy Blume. Sus libros fueron las primeras novelas que leí. Los disfrutaba, pero aún no había empezado a pedirle libros a mi madre ni a pensar en ir a la biblioteca pública a sacarlos para mi disfrute extracurricular.
Recuerdo a tres lectores excepcionales y voraces en mi clase: Nathan, Ryan y Richard. Leían libros como Dune, El Señor de los Anillos y El Hobbit. Se acurrucaban en sus sillas, usaban sus regazos como pupitres e insistían en leer mientras la profesora daba la clase. Se apresuraban a terminar las tareas para poder volver a sus libros. Yo todavía no entendía ese nivel de pasión por la lectura.
Uno de mis placeres más exquisitos era leer en voz alta en clase. No sentía nada de la abrumadora timidez que hacía que algunos de mis compañeros se retorcieran, reticentes, cuando se les pedía que leyeran. Aunque aún no lo supiera ni lo entendiera, amaba la palabra escrita y la cadencia de la prosa pulida. En otros aspectos, era un niño con un sentimiento asfixiante de incompetencia, pero destacaba leyendo, y leyendo en voz alta. Mis profesores rara vez tenían que pedir que lo haga. Siempre levantaba la mano si era hora de leer en clase.
En sexto grado, participé en un club de lectura dirigido por la bibliotecaria jefa, la Sra. Fleming, una anciana de cabello oscuro y rizado, gafas y piel de porcelana. Leímos El león, la bruja y el armario (C.S. Lewis, 1950). Todos esperábamos con ilusión terminar el libro porque la Sra. Fleming nos prometió delicias turcas. También leímos Charlie y la fábrica de chocolate (Roald Dahl, 1964).
El club estaba formado por cinco estudiantes y la Sra. Fleming. Nos sentábamos en una mesa con forma de herradura, con nuestra mentora sentada dentro del hueco. Salvo cuando leíamos en voz alta en clase, que no era lo mismo, el club de lectura fue mi primera comunidad de lectura organizada. Nos leíamos unos a otros. Nos seguíamos mutuamente. Impulsados por nuestra mentora, hablábamos de lo que leíamos.
Entre el Jardín de Niños Simón Bolívar y la Escuela Primaria Capri, recibí una buena educación. El beneficio más destacado fue aprender a leer bien. Aunque mi madre no podía ayudarme con las tareas, compartía anécdotas memorables de su infancia y adolescencia que, como un buen libro, se convirtieron en parte de mí.
Su padre era un borracho violento, pero, de alguna manera, respetaba a mi madre de niña. Ella era la única que podía decirle qué hacer (todos los demás le tenían miedo). Así que su madre la encargó que lo recogiera cuando se quedaba demasiado tiempo en la cantina. De camino a casa, su padre la cargaba y ella, sentada sobre sus hombros, señalaba al cielo con largas cañas, intentando tocar una estrella.